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Conocí a Morrissey antes que a The Smiths. Todo fue por un recopilatorio ochentero llamado ¡Boom! que salía por navidades y recogía los temas más populares de ese año. Lo curioso es que, entre artistas tan dispares como Cantores de Híspalis, Pet Shop Boys o Whitesnake, en la edición de aquel año (1988) se coló un perfecto desconocido para mí con una canción: “Suedehead”, título tomado de un libro de Richard Allen, experto en retratar la subcultura skinhead de los 70. Ni que decir tiene que se convirtió en mi tema favorito de aquel recopilatorio (junto con el “Reckless” de Afrika Bambaata + UB40 y el “Asimbonanga” de Johnny Clegg), a pesar de los gorgoritos y lamentos cuasi afeminados que, posteriormente, fui reconociendo como marca de la casa del mancuniano en aquella época. Años después, en la recién estrenada Cadena 100 (año 1992) llegó al número uno “This Charming man”, de unos tal Smiths, cuyo cantante me recordaba a ese tipo del “¡Boom!” que escuché tiempo atrás. Fui enlazando, informándome en revistas, descubriendo en tiendas de discos hasta darme de bruces con ellos. Posiblemente, la banda británica más importante de los 80 y una de las que más huella han dejado en mi banda sonora vital.

the smiths

La cinta del recopilatorio que entonces promocionaban en la radio (…Best I, sacado por WEA después de adquirir los derechos ese mismo año) la escuché tantas veces que fui desgastándola a los pocos meses. Sí, me había hecho un entusiasta, sin saberlo, de uno de los padres (no me olvido de los Stone Roses o de Pulp) del Britpop que empezaba a sacar la cabecita esos días. Con una fotografía de Dennis Hopper en la portada “repartida” entre los dos volúmenes del recopilatorio, mis temas favoritos fueron “Hand In Glove” (su primer single) “William, It Was Really Nothing” y “Rubber Ring”. Lo que más me gustaba de ellos era, con diferencia, el característico sonido de la guitarra de Johnny Marr, con esas melodías cargadas de arpegios punzantes llenos de color y belleza, acompañados de una sección rítmica, con Andy Rourke al bajo y Mike Joyce a la batería, que funcionaban como un reloj. Guitarra, bajo y batería en una época donde la música pop estaba repleta de barroquismos de estudio, saxos hasta en las ensaladas y andamios de sintetizadores. Entones, a mis 15, lo mismo podía flipar con Manowar que con Jesus Jones o con Negu Gorriak, así que en ese ensemble estilístico en constante expansión, The Smiths encajaban en mi ánimo y en mis gestos de aquel entonces.

Hace poco pasé por el colegio (no instituto, aunque tenía un horario parecido) al que iba andando desde la casa que acababan de comprar mis padres, por esas calles tranquilas de edificios de no más de dos alturas en las afueras, arropado por la música del walkman que se colaba en mis oídos, mientras desgarraba mis talones con las botas militares que había comprado mi madre en la garita del cuartel donde trabajaba, lejos de las calles de Madrid que abandoné pocos meses antes. Esas canciones me transmitían una melancolía agradable que parecía describir cómo me sentía en esa tierra de nadie llamada adolescencia. Luego fui entendiendo las letras, ese inconformismo ante actitudes claramente artificiales de una sociedad de cánones rigurosos, de estereotipos caducos que chocaban con las inseguridades de una voz que se abre al mundo, con sus dudas, sus deseos de reafirmar una personalidad diferente, el desencanto y el brillante pesimismo en las sombras proyectadas de una luz inerte bajo las nubes lluviosas de un Manchester que podía hacer mías en cualquier barrio de Madrid y alrededores.

Un año después de lo de Cadena 100, Gonzalo (un compañero de colegio al que nunca entendí por qué le llamaban “El Loco”) me habló, en una pausa entre clases, de música que escuchaba en casa, sobre todo gracias a su hermano, que recientemente había pasado una temporada en Inglaterra. Nos intercambiamos algunos discos y él me pasó una cinta de un grupo que a su hermano le gustaba mucho (Power of dreams, que no me llamó especialmente la atención) y otro recopilatorio de The Smiths titulado The World Won’t Listen. Me dijo que su tema favorito era “Oscilate Wildy” (instrumental maravilloso con una evolución inicial de compases que haría las delicias de mi amiguete y músico progresivo Bernabé) ya que El Loco no soportaba «la voz de maricona» (sic) del cantante. Este recopilatorio me descubrió nuevos temas, que aumentaban mi entusiasmo por esa banda. La copia en cinta que me hice de este disco también la destrocé de tanto escucharla, había algo obsesivo en todo este asunto. La pérfida Albión concentraba muchas simpatías musicales. Ahí descubrí temas como “There’s a Light That Never Goes Out” (jamás me podría cansar de escucharla), “London” (lo más parecido al punk que hicieron) o “You Just Haven’t Earned Yet Baby” (tema con el que Johnny Marr cerró su concierto del 2019 en la sala But de Madrid). La voz dramática de Morrissey, aunque reconozca que me gusta mucho más con los años, entonces encajaba a la perfección con esas melodías de Marr. Eran partículas indivisibles a la hora de generar vida propia en esas sencillas pero inolvidables canciones. Posiblemente la parte de guitarra que más me gusta es la de “Some girls are bigger than others”, incluso con ese inicio imperfecto con el que trataban de emular la escucha al otro lado de una puerta que se abre y cierra. Es un tema que podría valer el atardecer de un otoño lluvioso, de teleserie de la BBC, de amores imaginarios, de adolescencia infinita.

Posteriormente fui leyendo fanzines sobre Morrissey donde sacaban punta a todo tipo de detalles tanto musicales como personales (su famosa incógnita “sexual”, el asunto vegetariano o el tatuaje de Elvis en un brazo). Poco después fui a Discorrollo, tienda de discos por Moncloa, y pedí el vinilo del Viva Hate, donde aparecía ese tema que escuché años atrás en el ¡Boom! 4. Después de varias semanas de espera (disco de importación, me dijo Juan, el dueño de la tienda) pude tener ese disco en mis manos, con esa portada en claroscuro de Steve Wright y la composición y producción de Stephen Street, que también colaboró en la producción de “Meat is Murder” o “Strangeways, Here We Come” del cuarteto inglés. Aún con esos nuevos tintes más rockeros que ya destilaba y con el que abría definitivamente una nueva etapa, todavía tenía un ramalazo de esa profunda y colorista melancolía de su época de The Smiths.

En los años posteriores fui acumulando más discografía del grupo, sobre todo con algunos singles, como una copia limitada de “This Charming Man” o “Sweet and Tender Hooligan”, que compré en la segunda mejor tienda de discos que ha habido en la ciudad, London calling, de escaso recorrido pero con un catálogo absolutamente de lujo para anglófilos musicales como yo. En el cine, sin embargo, ha faltado una película que realmente contara todo lo que supuso en el panorama musical de aquella época la figura de The Smiths. Me llevé un pequeño chasco cuando no hicieron referencia ni un solo segundo a Morrissey o a Marr o a los Smiths en la grandiosa y divertidísima crónica de la nueva ola en Manchester de Michael Winterbottom “24 Hour party people”. Eso dejando de lado los tibios acercamientos a la figura del joven Morrissey (aunque la idea era francamente buena) en “England is mine” (Mark Gill, 2017), o en el errático documental “Moz & I” (Edgar Burgos, Esther Lopera, 2016).

Vuelvo a ver su concierto en el Paseo de Camoens y hay algunas entrevistas que les hizo la Chamorro en las que da cosica cuando abusan del rollo de tristes bohemios que, a través de sus canciones, más allá del (maravilloso) himno llorón “Heaven Knows I’m Miserable Now”, convierten en perlas doradas de brillante energía. Con todo, desde hace un tiempo (más bien corto) me vuelvo a acercar más de lo habitual a las canciones de The Smiths como un bálsamo para curar las asperezas de la cotidianidad. Y encuentro en ellos el consuelo del hogar común de una patria lejana que nunca abandoné realmente en estos años.

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