Un hijo llamado Detroit

Sucedió en casa de Sicilia y RJ, situada en el madrileño barrio de Las Letras, en una de las fiestas-reunión-picoteo que celebraban cada pocas semanas. Solíamos empezar ahí la noche y luego terminábamos en un after por Doctor Cortezo rodeados de gente de la farándula y del buen malvivir. Mientras inaugurábamos el turno de las copas en su casa, la charla empezó a derivar en el tema hijos, familia, futuro, etc. Entonces teníamos treinta y pocos y la mayoría de los presentes, con o sin pareja, no sabíamos lo que era ser padres en primera persona. Hablando de posibles nombres para niños, ellos sugirieron llamar a su posible retoño/a Detroit. Les gustaba mucho la sonoridad de ese nombre, acortado de su original en francés, Citat d’Étroit, «Ciudad del Estrecho» haciendo alusión al río homónimo que, junto con otros tres, conectan los Grandes Lagos de esa parte de Norteamérica. De hecho, tenían planeado viajar ese mismo verano hasta allí para redescubrir el decadente encanto de una ciudad entregada a su suerte pero que todavía (en su imaginario) conservaba las esencias de otra época de mayor gloria. Cuando era la llamada «Ciudad del motor» al ser la sede de las más importantes fabricantes de automóviles de la época (General Motors, Ford y Chrysler) y por ser la cuna de tres pilares de la música moderna: el sello Motown, Iggy Pop y el Detroit techno.

Esa «ciudad póstuma», como la describió un reportaje del New York Times, abandonada por sus habitantes, renegada por aquellos que un día la dotaron de plenitud, ejemplo de arqueología urbana para amantes del urbexing, «el viejo Detroit» moribundo de Robocop, donde los malvados del OCP (Omni Consumer Products) planeaban construir la llamada «Delta City» sobre sus cenizas de hormigón, acero oxidado y gasolina. Detroit, la hija que nunca tendré. La Arcadia oscura declarada en bancarrota, cuyo corazón latía con fuerza y ritmo en los años 60, entre las paredes del mítico estudio de Hitsville USA, por las calles donde bailaba Martha & the Vandellas. Motor Town, bautizada Tamla records por su fundador Berry Gordy en 1958. La Motown puso en marcha a un mundo al borde del precipicio nuclear con melodías y voces negras que expandieron la belleza del Soul, como una música que atrapa, exprime y saca a relucir el interior de tus emociones en aquella radio que no entendía ni de credos, razas ni de fronteras, en los salones de baile adolescentes, en esas jukebox que ejercían como testigos de una nueva generación de jóvenes dispuestos a romper con una manera de ver el mundo que se había quedado obsoleta. Barrett Strong abrió el camino que continuó con nombres tallados en oro como The Marvelettes, Stevie Wonder, Jimmy Ruffin, Marvin Gaye, las Supremes de Diana Ross, Four tops o los Jackson 5. Un listado interminable de referencias en aquella fábrica de éxitos dentro del ecosistema industrial del llamado Cinturón del óxido.

Y qué es Detroit sino una ciudad conquistada en el imaginación del soñador crónico. Hay ciudades a las que uno siente que pertenece sin haber nacido allí, incluso sin haber puesto un solo pie en alguna de sus calles. Ese sentimiento de pertenencia en un metaverso paralelo de nombres, sonidos y rostros que invitan al conocimiento. Yo, al igual que Sicilia y RJ, lo podría sentir por esta ciudad, como por otras como Roma, Kingston o Belgrado. También lo pensé de Glasgow y se confirmó. Detroit, al otro lado del espejo, nos aguarda. En sus barrios resucitados del vertedero de nostalgia, cauterizando sus heridas, jugándoselo al todo o nada en el abismo. Detroit sabe resucitar y pelear de nuevo. Cambia de estilo, de caras, de historias en sus canciones pero con idéntica energía. Desde la rebeldía garajera de los MC5 hasta la iconografía del punk rock de mano de su animal favorito, James Newell Osterberg Jr. alias Iggy Pop. Su voz y carisma, con ese torso desnudo, moreno, arrugado ya, pero siempre bien definido. Pateando las cadenas de una enfermedad, la polio, como hizo Ian Dury, como las calles de Detroit retando a sus habitantes a superar la decadencia física y económica de los interminables años 90. Ahora quiero ser tu perro, cantaba Eduardo Benavente versioneando a los Stooges. Iggy Pop nunca envejecerá, a pesar de lo que indique su DNI. Músico, provocador y actor ocasional: siempre le recordaré por sus colaboraciones con John Waters en Cry baby o con Jim Jarmush, en Dead Man y en el cortometraje Café y Cigarrillos junto a Tom Waits.

El ritmo se transforma durante el inicio de la caída de Detroit en los años 80. Mientras el mundo de la música buscaba referencias en el rock y el pop anglosajón (de las islas británicas o de Norteamérica), un grupo de curiosos e inadaptados tomaban nota de las homilías musicales que se predicaban en un programa de radio conducido por una especie de chamán autodenominado The Electrifying Mojo, un punto de referencia fundamental en el desarrollo futuro de la música techno. Desde sus ondas fueron pasando lo más granado del panorama synth-pop europeo de la época (Kraftwerk, Gary Numan, Yazoo, Ultravox, etc), del funk (en especial Prince, Parliament – Funkadelic, Zapp, etc), sesiones de DJ locales y proyectos de artistas emergentes, como Cybotron, proyecto con inspiración cyberpunk, futurista y robótico, comandado por un referente en el devenir mediático de la ciudad y de la música electrónica, Juan Atkins. Él, junto a Kevin Saunderson y Derrick May, fueron «Los tres de Belleville», nombre del instituto a las afueras de Detroit donde coincidieron y desde donde empezaron a gestar sus futuros proyectos musicales. En la ciudad del motor, crearon una música para máquinas con alma. Cogieron el «four to the floor» de la música disco y, sobre este patrón rítmico característico —mecánico y constante, que emulaba los latidos de esas máquinas a las que pretendían imitar—, fueron incorporando todas esas influencias europeas que se alejaban de la electricidad amplificada y se sumergían más en la electrónica musical para pistas de baile. Su salida del underground y el bautismo comercial llegó con el recopilatorio Techno! The New Dance Sound of Detroit publicado en 1988. El movimiento tenía ya sus referentes pero no fue hasta este recopilatorio y a un tema de Atkins, «Techno music» cuando por fin pudo tener un nombre, una marca. De Detroit y Chicago (casi a la par, con la irrupción del House) hasta Berlin, como hicieron Iggy Pop y Bowie, y de Berlin se expandió al resto del primer mundo, ya sin telones de acero, en todas las mutaciones que vinieron durante las décadas posteriores y en la cultura rave que se creó alrededor.

Saunderson, May y Atkins, la Santísima Trinidad del Detroit techno

Detroit ahora es el hijo huérfano que, pese a todo, no mira hacia atrás con nostalgia. No pide cuentas pendientes ni reclama derechos de alegrías pretéritas, ni tan siquiera un lugar en la Historia de los resucitados. Después de la decadencia, y tras la pandemia del Covid, existe un futuro dorado que busca el esplendor entre los amasijos de hierro. Las paredes oxidadas quieren renacer en nuevas expresiones artísticas, como así lo atestiguan los intentos de ser una referencia del sector en un mundo globalizado. Postmoderno a ratos. Diverso y con una identidad autodeterminada. En Detroit, como en la Nueva York de Lorca, no duerme nadie. No sé si llegaremos a ver «la resurrección de las mariposas disecadas» que contaba el poeta andaluz, pero más de uno encontrará su nombre tatuado en pieles vivas, en inéditas canciones deseosas de ser contemporáneas de todas las actualidades, en hijos de la lluvia roja entre latidos de obsoletas cajas de ritmos analógicas que seguirán marcando el paso de la vida que todavía les espera.

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